Schloss Turégano

Schloss Turégano

Schlossbesichtigungen

Rocio auf Schloss Turégano

Das Peinliche an Turégano war, dass der Kastellan unten wartete, mit diesem stechenden Blick. Ich ging an ihm vorbei, allein. Hatte er Rocios Schreie gehört, als ich sie zur Öffnung zerrte, um sie dem Staatssekretär in die Arme zu führen? Dieses lachende Wesen aus Sevilla, wie lange brauchten die beiden wohl, um rauszufinden, wie sie sich in diesem schmutzigen Loch am besten die Zeit verkürzten?
Sie pflegte gut zu essen, auf die besten Bälle zu gehen, verkehrte mit Spitzenanwälten und Politikern, empfing Minister in ihrer Wohnung, Jesuiten, vorausgesetzt, dass sie in der Zeitung standen, ein typisches Prominenzsyndrom. Es verfolgte sie bis nach Turégano, wo einige Argentinier am Eingang standen. Sie glaubte einen Berater des Zahnarztes Héctor Campora zu erkennen. Ich sagte, mir schienen sie Karikaturen von Spaniern, ich könnte schon ihre Sprache nicht ertragen.
Vielleicht hat sie gemerkt, dass ich auch ihren andalusischen Akzent ärgerlich fand. Der Kastellan artikulierte verwaschen, ich fürchtete, dass er mich anspuckte, wenn er die Gerüchte um die Éboli, die Hofintrigen und alles erzählte, was durch den Prozess gegen den verräterischen Staatssekretär zu dieser Burg gehört.
Rocio, wie fühlst du dich mit Pérez, dem Renegaten, der ein anderes Spanien wollte? Er hat viele hundert Jahre auf eine emanzipierte Frau wie dich gewartet. Sieht er, dass du einen milchweißen Körper hast? Dieser verfluchte Kastellan beim Tor, was denkt er wohl? Ich sagte, sie komme gleich, sie habe eine schwache Blase. Wie Jean-Jacques Rousseau, flüsterte ich ihm ins Ohr, damit er etwas länger wartete.
Hat er meinen schwarzen Wagen gesehen, die Nummer abgelesen?
Auf der Autopista rase ich nach Madrid. Die Kolonne schließt, und dann steht der Verkehr eine halbe Stunde, ich hatte das Gefühl, dass die Polizei mich suchte, als sie auf der Haltespur an den stehenden Wagen vorbeifuhr, man würde mich leicht finden, mein Wagen war zu hoch, mich fragen, wo ich Rocio gelassen.

Visitas de castillos
7 Cuentos
Edition Benziger
Zürich 1974

Un arco, una plaza con una fuente y una montaña truncada. Es Hita, donde un arcipreste escribió un tratado sobre el buen amor. Las murallasos de Torija encierran una hermosa liza donde, si se deja volar la imaginación, uno puede ver torneos de justas. Atienza parece un sombrero anguloso en medio de un campo. Cogolludo es el escenario de un teatro. Pedraza una pared esquiva. Las almenas de Turégano cuelgan del cielo como si de bocetos de guerreros se tratara. Estos castillos españoles producen un misterioso estado de embriaguez durante la monótona semana.
Antes iba al Café Manila o al Hotel Mélida. Pero en Madrid, las mujeres especiales se conocen en las fiestas particulares. En la alta sociedad hay muchas españolas hermosas que sólo buscan un amigo, no un marido. Han comprendido que el matrimonio es un calabozo. Madrid tiene mucho que ofrecer a un soltero. Diría que es una de las ciudades más interesantes del mundo, sobre todo porque las relaciones pueden empezar de un modo tan desenvuelto.
Por supuesto, la emancipación de la mujer española no es como se entiende en nuestras latitudes.
Y la débil resistencia que ofrecen a la emancipación hace que estas relaciones tengan un atractivo especial. Aquí, las mujeres son más progresistas que los hombres. El castellano se defiende contra cualquier cambio que percibe como limitación de sus privilegios, como anulación de su obligación de proteger a la mujer. Hay que leer La señora Cornelia de Cervantes para comprender el énfasis caballeresco de un castellano cuando se trata de defender el honor de una mujer.
Pero para las mujeres inteligentes que han triunfado en su vida profesional estas justas son hoy una carga. Están dispuestas a hacer una jugarreta a su protector sin importar si se trata de un familiar o de alguien que las pretende. Se trata exclusivamente de ofrecer el punto de referencia del anonimato –en Madrid todo el mundo que pertenece a la sociedad actual se conoce–; necesitan un punto de Arquímedes para crear una relación que no funcione según las reglas del juego castellanas. Un extranjero, especialmente de los países nórdicos, tiene muchas posibilidades, siempre y cuando viva en Madrid.
Pero tiene que dominar el arte de la escrima. Manejar sin piedad la espada con palabras. Como en una ocasión con Soledad, en el supermercado Aurrerà, perteneciente a una de las mejores cadenas de centros de grandes almacenes de Madrid. Teníamos el carrito lleno de delicias para el domingo, incluidas dos botellas de vino; estábamos eligiendo un jerez, cuando se nos acercó su hermano. Nos saludó alegre por la sorpresa del encuentro y nos enzarzó en una conversación en la que sin cesar colaba chistes y algún que otro corte. Tenía pensado llevar a Soledad en coche a casa, se öbstina, pero le lleno la cabeza con tantos castillos castellanos que finalmente se marcha completamente sorprendido y con la cara sangrando.
Aún le veo alejarse, elegante, todo un caballero, pero triste, sus penates han sido ofendidos, duele, pero ni siquiera puede enfadarse conmigo, pues Soledad se ha puesto discretamente de mi lado, insubordinándose: el declive de Castilla ha comenzado.
Siento que estoy en mi mejor edad: pipa, chaqueta inglesa, un coche con mucho cromo viejo, haber visitado algunos países, desde hace cinco años en el servicio diplomático, familiarizado con la gastronomía de muchas zonas, en situación de mantener una conversación sobre las ventajas y los inconvenientes de cualquier capital, sobre escapadas que merecen la pena, sobre apartados lugares de vacaciones de moda, sobre el precio de antigüedades, dificultades aduaneras para cuadros, o, si es preciso, sobre los últimos métodos para proteger peleterías o asegurarlas contra robos. También puedo intercalar alguna alusión a artículos de carácter histórico cultural, sobre Churriguera, el estilo plateresco o las influencias árábigas en el Duero.
Un bar bien elegido para la primera cita, por ejemplo, en el Hotel Plaza de la Plaza de España con vistas a toda la ciudad. Aquí me siento como un príncipe florentino, le digo a la belleza que sonríe a mi lado –a las española les gusta fantasear – como un duque florentino, le digo, afectado de gota en su torre, que se acerca una rosa silvestre por una estrecha ventana que él mismo cortaría si no tuviera espinas. Paso mi brazo alrededor de su cintura. Me pregunta: ¿un príncipe viejo?
No, un príncipe joven, por supuesto. El viejo yace arriba, en su lecho de muerte, ¿le envenenamos? ¿Para llegar más rápido a sus tierras, para que sus súbditos suden sangre por nosotros, al que compro perlas para ti? Le gusta oír estas fantasías. Creo que no soy su hijo, él no es mi padre, me ha robado, junto a mi madre también, él no tenía hijos, ordenó ejecutar a mi padre, y ha llegado la hora de la venganza. Saco una pastilla de Assugrina de una cajilla plateada y la echo amenazante al café: ¡liberémosle de sus dolores y de sus remordimientos!
Desde aquí puede verse el desorden de las callejuelas del casco viejo. Hay torres, masones de príncipes como en la antigua Florencia que hoy, por ejemplo, puede llamarse Madrid, cada año ganan altura, primero se colocan andamios de hierro que se levantan hacia el cielo, luego las paredes, todo con mi dinero, le digo, mis vástagos son esqueletos de cincuenta metros de altura, críos espantosos de nuestra época, mira al oeste, toda una colonia, he extendido el cheque, eso es más fácil que engendrar un hijo, con dinero del norte, que aquí crece en las alturas.
El fin de semana habrá llegado el momento de que nos instalemos en mi casa o, si el tiempo lo permite –y en Castilla el tiempo lo permite muchos domingos, aunque en pleno verano a menudo sea aún desapacible– podemos salir fuera. Resulta sorprendentemente sencillo llevarse a una atractiva española a una excursión de fin de semana para visitar castillos. El cambio de la peseta baja los precios de los mejores hoteles, aunque los norteamericanos tienen que pagar algo más, grazna a menudo alguna vieja que en España todo es ahora más caro, afirmo que es una pena para sus dólares, ¿qué puedo esperar de una discusión en un hormiguero? Cada año, España tiene la rubeola. La plaga de turistas dura algunos meses. Todos dicen lo mismo. En las entradas de los hoteles podrían instalarse contestadores automáticos con cincuenta frases. Me voy cuando en la mesa de al lado se sienta uno de estos grupos. Al principio, Soledad se sorprendía, pero acabó de comprender mis idiosincrasias, la vacuné con el suero de la arrogancia del antiguo europeo, se siente arropada por la protección de casi un caballero castellano, cambió las fatigosas ataduras de la familia por la aparente libertad del esnobismo.
Comemos algo de melón, ayudados de un cubierto plateado con mango de nácar. Proviene de una de las estirpes más importantes de Madrid del siglo pasado. Lo compré en el Rastro, hace milagros. Después extiendo sobre el escritorio el mapa de los paradores con ¿Soledad, Luisa, Merche o Rocío? ¿Será para miércoles por la tarde? Hemos encendido una luz de un mate amarillento, no es más que una moderna lámpara de unos grandes almacenes, buscamos nuestro parador.
Espero que haya dos habitaciones individuales, digo serio, aspiro mi pipa, ella dice que también lo espera. Sonrío algo picarón, y ella suelta una carcajada. No, no es cierto, esto sería un error. ¿O podría acercarme a ella, cogerla en mis brazos? Quizás. Pero no quiero. Eso también sería un error. Hay que dejar la fiesta para el momento adecuado.
No, no la beso por encima del escritorio, un viejo mueble de caoba de Banca de España. En los cajones hay todavía manchas de tinta. Hace un siglo, dos esclavos del banco se sentaban toda su vida uno frente a otro, días felices, siempre las mismas expresiones en las cartas que clavan en pinchos de hierro, ¿me inclino hacia delante? ¿Hacia Rocío, por encima del mapa de los paradores, donde sigue su dedo índice con su brillante uña pintada de gris?
¿El miércoles? No, durante la semana no quiero estropear la paz de mi despacho. Cuando hace buen tiempo, salgo al balcón con plantas de dos metros de altura, sobre el tejado corre agua que desciende por los muros cuando me siento allí. Absorto en la historia de Hita, Torija, Atienza, Cogolludo, Riofrío y en la exuberante belleza de ladrillos morisca de Coca. Por la tarde, la embajada está cerrada para los visitantes. Pero tampoco bastan estas horas, leo hasta el fresco de la noche, puede que entonces venga el embajador a mi despacho. Trabaja usted demasiado. Es usted ambicioso, no olvide que el trabajo no lo es todo en el servicio diplomático, es aún demasiado joven para un cargo más alto. – Qué va, señor embajador, estoy estudiando algunos capítulos de la historia castellana– y se marcha tranquilo a casa.
¿Demasiado joven? Se lo conté a Rocío. Pero no la besé. Puede que el jueves. De pasada, cuando tomemos una copa detrás de la Plaza Mayor. ¿Qué perfume se pone? Llamo un taxi; hasta el sábado, pero no llegues demasiado tarde para poder marcharnos.
Ya lo decía yo, hoy las mujeres son más rápidas que los hombres. Los dos días hasta el sábado son para mí un plazo de gracia. Casi me gustaría recordar a Rocío su orgullo andaluz, ¿Qué me excita más, seducir o proteger a Rocío?, ¿dejar que ella me seduzca? Reservo esta decisión para el parador, una fiesta en un entorno elegante, en el campo, algo de timidez medio fingida, pondré sobre la mesita de noche un viejo revólver, si se sorprende le diré que es contra los mosquitos, del Siglo de Oro, un invento de Lope de Vega, mejorado por Quevedo.
En mi opinión, sólo las mujeres que entienden estas bromas son merecedoras de visitar un castillo. A las otras las llevo a casa a la mañana siguiente.
¿Qué nos figuramos con nuestro confort actual? Los empleados de estos hoteles vienen de las granjas vecinas. Se ve en el desayuno. Es fácil incluir una gran variedad en la carta, pero luego, por ejemplo, con una Rocío blanca como la leche se pide por la mañana porridge, o con una Soledad morena, y llega, después de pedirlo dos veces, algo de leche tibia con un par de Cornflakes flotando: el porridge de los nobles hoteles castellanos.
Lo mejor es ir en mayo. Entonces, los pájaros trinan toda la noche. Después de la cena todavía se puede salir a pasear, se ha hecho la una de la mañana hasta que han flambeado las frutas, puede que en El Paular, la cartuja con el claustro oscuro y el hotel con las antiguas celdas de anacoretas alrededor del patio y de las fuentes árabes, donde el agua clara de la sierra brota a la pila con toda su vigor. Antes de hacerse de noche, pueden contemplarse las doce escenas bíblicas grabadas en alabastro en el gra retablo, se habla algo de esta dramática etapa de transición, no en todos los relieves se vislumbra ya el nuevo estilo, pero en algunos puntos resulta inequívoca la austera expresividad de Núremberg, sobre todo, en la efusiva rigidez del cristo yaciente tras el descendimiento de la cruz. comico
En la mayoría de los casos, la partida está ganada con algunas observaciones de historia del arte. Desde que trabajo para el servicio diplomático sé de este tema mucho más que antes. Y ya no tiene la pincelada marchita, hoy solo la dejo caer, en mi lista de medios de seducción la pondría en primer lugar, pero utilizarla como condimento, una pizca, aparentemente como quien no quiere la cosa.
Como ya he dicho, se puede salir a pasear al campo, a este paisaje cartujo de la sierra. Puede que haya algunas vacas negras en el prado, hay que evitar que se levanten con gran esfuerzo haciendo un ruido terrible con sus cencerros y molestando a los huéspedes del hotel. Los campos y praderas suelen estar cercados con vallas que se abren y cierran con facilidad, sólo están enquiciadas, así de tonto es el ganado que no entiende este sencillo mecanismo. Vamos al molino que hemos visitado por la tarde. ¿Son estas vacas peligrosas? ¿Duermen? Se quedan mirando, puede que en sueños, puede que nos vean como ellas. Estan masticando, nos miran embobadas, están absortas, se embadurnan en su propia apatía, quizás brillando solo a la luz de la luna. ¿Vacas imaginarias? ¿Un espejismo de terneras? Las superficies de los peñascos brillan pendiente abajo, resplandecen los últimos hielos de la sierra.
Todo es paradisíacamente irreal. Los pájaros gritan. Sus voces rebotan contra las piedras. Se entusiasman unos con otros, se dan cuerda en sus silbidos por puro placer nocturno, están tan encantados con la primavera, con el tic-tac dentro de su pecho plumoso, con el comienzo de mayo, con el fin de semana. Son pájaros de hierro, con su estúpido mecanismo, cantan por un resorte, y todavía tienen cuerda para rato, si se escucha atentamente cantan un segundo disminuido demasiado alto, algunos según principios dodecafónicos, este año se han entonado medios semitonos falsos, ¿lo oyes, Soledad?, Rocío, ¿lo oyes?, escucha Mercedes. Y las lechuzas claman por una gota de aceite, sus gargueros chirrían como relojes viejos, ¿hay aquí golondrinas nocturnas flambeadas? ¡Dios santo! Los camareros son tan lentos en estos campos, ¿son estos pinzones y codornices de lata? ¿Por qué de repente hay ahí cientos, miles de pájaros? ¿De dónde han salido? ¿Los ha traído hasta aquí uno de esos camiones Pegaso de cuatro ejes que ayer nos bloqueaban el paso, diez mil conservas con pájaros asados? En verano selos colocan otra vez en los árboles.
Oh, estás loco. ¿Realmente te necesitan en esta embajada? ¿Qué clase de conferencias das en los congresos internacionales? – Callate, son todos congresos de necios. Yo soy el que se encarga de que estas sierras españolas sigan bajo tierra en contacto con los Alpes, por secretas arterias metálicas, la armadura de la montaña. – Qué pasa, ¿no me crees? Qué atrevida por reírte de mí, colgada de mi brazo, ¿se burla uno de su verdugo?
Es de noche. La madrugada. Poco a poco se les va viendo, a los pájaros, por fin, existen de verdad, ¡qué decepción! Mira, viven en la pelusa de las hojas de los árboles, ese es su hogar. Ahora se desenmascararán sus tejemanejes: a principios de mayo, los árboles de la sierra son como los bloques de viviendas a los que les faltan las paredes, uno se imagina que las familias ya se han instalado; por la mañana se les puede ver levantarse, cuando con Soledad o con Rocío, blanca como la leche, regrese del abundante pasto a la celda del monasterio.
Qué más puedo decir aparte de que los españoles son los recepcionistas de hoteles más discretos, seguimos durmiendo, cuatro, cinco horas, me refiero al modo en que nos entregaron las llaves, y luego a las doce, qué te has creído, todavía nos dieron de desayunar. Incluso este porridge, y pan blanco, no porque fueran las doce, no, sino porque los panaderos castellanos sólo hacen pan blanco, blanco como Rocío el domingo por la mañana, que, avergonzada se cubre el cuerpo con la sábana.
No tomo más que un par de bocados y algo de zumo. Hay que guardar un vacío en el estómago, de lo contrario se pierde toda la energía y dureza que se necesita para escudriñar los castillos derruidos, aquí las escaleras de las ruinas están destrozadas, escalones a medias, enmohercidos agujeros de celdas le observan a uno, a menudo desde veinte metros de profundidad. Rocío es mucho más enérgica de lo que pensaba, infatigable sube corriendo todas las escaleras, con sus tacones balancea sobre vigas carcomidas para mirar hacia abajo desde el parapeto del muro exterior, no pasa nada por alto. Habla un español de Sevilla que se come algunas letras, como los niños, un dialecto gracioso que suena tan amanerado, tan superficial ¿como ella? ¿O es un prejuicio? Es rubia, lleva un vestido largo hasta los tobillos. ¿Estuvimos ayer en un baile? No lo sé. ¿Ayer? Creo que salimos sin cambiarnos, yo llevo un traje oscuro, fuimos directamente a Pedraza, al Parador Nacional con camareros viejos y chicas despabiladas que prestan un servicio de primera. ¿O eso fue la semana pasada?
¿Qué puedo decir de los caminos que recorren la meseta de la provincia de Segovia, de las carreteras secundarias, por la noche o por la mañana temprano, o era ya por la tarde? Tienen tales baches que temo por los ejes. Solo digo que a Rocío no se la habría visto en el coche desde fuera, tan arrimada estaba a mí, la carretera nos zarandeaba uno contra otro, conducía despacio, a unos veinte kilómetros por hora, y podía pasar media hora sin cruzarnos con otro coche. Debió de ser el domingo por la tarde, no, habíamos pasado la noche en El Paular, ayer nos sorprendió una tormenta en la sierra, en una carretera que nadie había utilizado desde la guerra, los campesinos nos la habían desaconsejado, pero aun así fui por allí, nos veíamos ya colgando del abismo, ¿o en el abismo abrazados para siempre?
Esta mujer mimada con su top life quería ir a Río dos semanas después, por encargo de la UNESCO, al absurdo teatro de los pueblos, su pitillera de concha, ¿o de marfil? Con su monograma, marón, que me molesta tanto como me provoca.
Y cómo se maquilla, casi demasiado, pero con gran elegancia, tiene la boca pequeña, los labios con poco carmín, pero no se maquilla al estilo de las chicas baratas. Así gana. No se le ve la sensualidad, la lleva en el interior, las mujeres de labios finos son más sensuales que las que tienen labios carnosos como las mujeres de color.
Me zumbaba la cabeza por Rocío, en todo el día no me dejó un momento tranquilo con sus historias de gente seudo importantes, abogados famosos, aristócratas, médicos que sin ella darse cuenta le habían amputado el cerebro, empresarios ricos que no podían sustituirsela, ¿qué pintaba todo aquello en la sobria provincia de Segovia?, ¿por qué se lleva la pestilencia madrileña a estas llanuras tan extensas como el mar?
Viajamos por la tierra de la sencillez, de la vida frugal, pero no deja de jactarse. Se coloca una estola de piel sobre los hombros, salimos del coche e intentamos entrar en el castillo de Pedraza. Pero está cerrado. Propiedad privada. En la puerta clavos de hierro de cabeza cuadrada contra el enemigo y contra cualquiera que quiera apoyarse aquí. En el adarve va un corregidor que dispara cornejas. Ella piensa –se ve en su cara– que debería tener un acompañante que gritara su nombre, un nombre que siempre se admite.
Paseamos por la muralla exterior, contemplamos la profundidad del valle, Pedraza está situado sobre una isla de peñascos, puede que aquí naciera Trajano, el que dominó el mayor imperio de los antiguos. El muro tiene casi un metro de ancho, y ahora Rocío camina con elegancia, balanceándose temerosa como una muñequita, la fiesta sobre la muralla, esa sí que sería una fiesta.
Después, paisaje con riachuelos y vacas en el agua. Fango, cigüeñas que pasan volando, las vemos por el techo del coche abierto, vuelan por encima del río en busca de ranas. En la torre de cada iglesia un nido de cigüeñas. Se ve cómo dan de comer a sus pollitos, Rocío se ríe.
Ahora ya no se ríe. ¿O sigue riendo? ¿Se le ha quedado en la cara la sonrisa abierta? ¿Y hasta dónde le llega ahora el vestido?
Llegamos a Turégano una hora antes de la puesta de sol. La entrada está también cortada hasta que baja el castellano. Nos explica esta extraña arquitectura del castillo, en cuyo centro hay una catedral gótica, con arcos y fundamentos románicos, circunvalada de una imponente fortaleza, hay tabices secretas, donde todavía pueden verse – con una vela ilumina los rincones – los muros románicos sumergidos en las pesadas murallas de la fortaleza, por decirlo de algún modo. Una estrecha entrada del castillo que baja a la catedral está hoy tapiada. ¿Por qué? Esta escalera habría sido propicia. La vemos desde arriba, hemos subido hasta el castillo, seguro que desde aquí más de uno de sus señores ha bajado con el devocionario en la mano. Hoy un agujero oscuro con escalones derruidos, oigo desprenderse las piedras, puede que un grito desesperado, mientras bajo apresurado por llegar al exterior.
Pero esta escalera es demasiado estrecha. Llena de piedras derrumbadas. En este castillo hay una mazmorra junto al altar mayor separado por un grueso muro donde Antonio Pérez, el secretario de Felipe II, se consumió durante dos meses. Salió con vida y murió en Francia. Hoy moriríamos transcurridos apenas unos días. Solo en protesta por esta prisión. Puede que la Comisión de los Derechos Humanos tuviera algo que decir al respecto, entre otras cosas, la de la oscuridad.
Rocío y la grandiosa vida en el edificio de la UNESCO. En lugar de volar a Río, hace ahora un largo viaje en materia de derechos humanos. No me gusta cuando alguien dice tantas tonterías durante un domingo entero.
Mercedes, bueno Merche, ha tenido suerte, dieu merci, pensaría si pensara, este ser confiado que no tiene la menor idea de lo conservadora que es. Con ella celebré la gran fiesta de la Emancipación en el Parador de Sigüenza, que por cierto estaba en obras, subimos, todavía hacía frío, era invierno, el viento soplaba entre las ruinas, por esta callejuela con balcones, luego el castillo derruido, los imponentes muros aún estaban en pie, los habíamos visto desde abajo, se levantaban siniestros y monstruosos, símbolos de castas separadas, como el efecto que producen hoy antiguas construcciones de fábricas que el tiempo ha dinamitado.
En el Parador del castillo de Sigüenza había martillos neumáticos abandonados, andamios apilados, hogares para que los trabajadores combatieran el frío. Paseamos por allí, llegamos por fin al saliente del muro y contemplamos el paisaje que se extiende por el valle que antes hemos recorrido en coche. Merche, pavo mantecoso, llevaba un pantalón estrecho de cuero que resaltaba sus caderas, y cuando andábamos movía todo el día delante de mí esas caderas. Yo estaba tranquilo, en apariencia, pero ella me hablaba de su familia, su padre es cónsul, en algún sitio, en Madagascar o en Honolulu, ella es inteligente, pero criada de forma muy estúpida, le faltan conceptos, está adormecida, se cuelga de sus relaciones familiares como de una hamaca cómoda. Ha salido conmigo porque soy diplomático. Su padre habría sentido compasión si hubiera sabido de nuestra fiesta, no porque esté en contra de una fiesta, sino porque habría querido decorarlo con flores, con una gran mesa y con sillas. Sigüenza. Merche, te sorprendes al verme entrar en esta dejada tienda de antigüedades, te arrastro detrás de mí, me sigues, un cordero fiel, ¿por qué no dices que no? ¿Por qué no te quedas fuera y esperas en un bar moderno? No hay ninguno en Sigüenza. Incluso me parece que te gustara en esta tienda agreste donde apenas había antigüedades, un reloj de abuela de latón, le explico que la cifra cuatro no está escrita como IV, sino IIII porque un rey francés así lo ordenó. Luego esas capotas protectoras de dedos de madera para los segadores, finalmente me decido por una varilla de hilar y por un almanaque de piel de cerdo con versos de Catulo y Propercio.
En el Parador de Sigüenza hacía un frío terrible. Los muros derruidos y los tabiques de tablas para el vigilante con su perro lobo. Llegamos por la mañana, arrecidos de frío, Mercedes está congelada, la cojo por los pelos y la arrastro por las piedras, hasta delante de la casa del guardián que se queda sorprendido. Le digo: Es de buena familia, una de las mejores, viejo, ¿por qué no dices nada? ¿Estás de acuerdo? – Pero, ¿dónde quieres enterrarla?, me pregunta. – ¿Se la va a comer este? Le indico al perro. Él dice que tardaría mucho tiempo que tendría que trinchar a Merche en raciones diarias, y en Sigüenza ya no hay verdugos que hayan aprendido el arte del descuartizamiento, además podría ser muy monótono para el perro. – ¿Monótono? ¡Mira este cuerpo! – Y en cuanto de repente deje de morder, ¿qué hago con el resto?
Es verdad. Las personas sencillas son razonables. Sigüenza, ciudad abandonada, derrumbida, olvidada. Por fin Merche se ha descongelado, ese ser obstinado. La coloqué a la ver de un doncel que esta leyendo un libro en un nicho de la catedral, labrado en la piedra, es decir, sobre el, pero no quiere que le molesten, no, ya no sabe lo que es la pasión sensual. Sólo conoce la pasión de observar como se siguen las letras, siempre una detrás de otra, correcto, si se excluye una, se forman dos palabras. El doncel lleva siglos practicando este juego, le gusta tanto que hasta ha olvidado pasar las páginas, el libro también se ha convertido en piedra, las páginas esculpidas con gran sutilidad.
Entré en la sala de las trescientas cuatro cabezas, en la sacristía. No quiero ver las caras, fundaría una sala de peinados, ¿por qué las pelucas ya no están de moda? Hace algunos años estaban en boga.
Cuando regreso, Merche está secándose el pelo. Dice que en un cuarto de hora estará lista. Le pregunto si sus caderas también se han descongelado, ¿están tan tiernas como al principio de la noche? Se ríe y pregunta: ¿se han puesto duras con la mañana? Nos vamos, subimos al coche, volvemos por este valle deshabitado, atravesamos nuevas montañas, valles y finalmente se nos ocurre visitar el Palacio de Medinaceli en Cogolludo. Esta fachada barroca situada en la plaza del pueblo está iluminada por las noches. Merche está entusiasmada. Quiere entrar, aunque ya sea de noche, pero, ¿dónde está el guía? Bajamos algunos callejones siguiendo el muro del patio del castillo, subo por él, veo un jardín, matorrales, dentro hay un burro, esto también sería para ti, Merche, es el duque. ¿Tú crees? Un espléndido e infinito jardín.
Estaría de acuerdo, pero, ¿escalar el muro? Prefiere visitar el palacio. Volvemos. En la plaza del pueblo hay algunos campesinos, han traído al guía, pero dice que por la noche es imposible entrar, le doy cien pesetas, está muy avergonzado, me las devuelve, no hay nada que hacer, dentro no hay luz, mañana, dice. Cómo, ¿mañana? Mañana empieza el proceso de esta casa. ¿Y tú quieres negar a un pariente de la familia que viene del extranjero que la visite, merece la pena pelearse por eso? Va a buscar una linterna. Le doy un billete de mil pesetas, el de mayor valor en España. Su apuro es aún mayor. Tuerce el gesto, pero al final entramos. Todo vacío, salas vacías.
Nunca había visto antes un palacio tan peligroso. Subimos al piso de arriba, se han colocado algunas tablas sobre un agujero en el suelo, Merce se alegra, andamos a tientas, en la oscuridad coloco las tablas a un lado, el guía va delante, ilumina el comedor y grito: Merche, ven, mira este cuadro. El guía no se da cuenta hasta diez minutos después. Le digo que ha bajado, que tenía demasiado miedo. Merche y los Medinacelis. En Cogolludo.
Que nó, estamos en Turégano. Arriba, en el campanario. Fue trasladado el siglo pasado, me cuesta imaginar cómo. Una estructura añadida decorada con volutas, dos campanas fundidas, una encallada en el muro, la otra la toco con el badajo, resuena por todo el lugar y por la llana provincia. Es de noche, en primavera, el cereal está aún verde, pero en las tierras de Segovia se tiene siempre la sensación de cereal maduro, Rocío se asusta, ¿adivina que es su gran campanada?
Subimos al tejado, los escalones están tan desgastados que Rocío quiere caerse para que yo la sujete, pienso en su piel blanca, le digo al oído, aquí, en la oscuridad, eres como una morita. Se ríe. ¿Ya quieres cambiar? ¿Una mora? – Puede que el domingo próximo, al menos una de piel oscura, que se llame Soledad.
Junto a la escalera hay un precipicio por ambos lados. Estos escalones llevan hasta el exterior, al claro aire de la noche. Muy arriba se juntan con el techo, aquí gusta la improvisación, no parece haber ningún riesgo, en cualquier otro país habrían colocado una barandilla. Pero este techo no es más que un suelo liso, encalado, sin pasamanos, nada, hasta fuera sobre los muros. Un lugar donde ejercitar el mareo.
Abajo, unos jóvenes rodean el castillo, gritan: Ahi del castillo! Una vieja expresión que se gritaba desde fuera para que bajaran la puerta levadiza. Pero no funciona, aquí arriba, se nos ve, las murallas están abiertas, el castellano nos ha mandado solos aquí arriba, ¿se ha ido? Supone que aprovecharíamos las estrechas escaleras, una fiesta de espectros y de mareos, él estaba de acuerdo, ¿o me miraba taladrante? Le había preguntado si no nos dejaría una de las tumbas del muro. Están vacías, son de monjes que han vivido aquí, nichos cómodos, ¿qué opinas tú, Rocío? – Mi vestido es tan fino, la piedra estará fría.
¿O las salas secretas detrás de las habitaciones de la guardia? Sólo se llega por una estrecha abertura en el muro, son salas cómodas, ¿para ocupantes secretos, fugitivos? ¿Acechadores, espías, amantes, concubinas, monjas huidas?
¡No, el calabozo! No se oirá el golpe, los muros tienen un grosor de tres metros, tampoco el gimoteo. Bajamos, aquí está el agujero negro, por fin un buen castillo, después de las decepciones de Medina del Campo, Coca, castillos profanados por pensionados para las chicas de la Falange.
¿Y Atienza? Atienza es grandioso, perverso y orgulloso. Allí estuve con Luisa. Ella es pequeña, delgada y pálida, con facciones alargadas y marcadas, una mujer de Lawrence, una mujer que ama, que se acerca a un fin trágico, yo sólo fui el ejecutor, contra mi voluntad, en el caso de Merche y de Rocío si que intervine yo. En ellas había felicidad que esperaba cumplirse. Se sorprendieron. Luisa estaba completamente agradecida cuando volaba por el aire. Bajo el castillo otro pueblo, la típica Plaza Mayor, las típicas casas emparradas de dos pisos, pero luego un camino malo de grava, conduje muy despacio, creo que a medio kilómetro por hora, quizás incluso marcha atrás, tardamos dos, tres, cuatro horas en recorrer estos trescientos metros, la iglesia estaba cada vez más cerca, después apareció el cementerio, las tumbas, lápidas blancas con coronas de flores frescos, tumbas recientes, limpias, donde las almas aún estaban atrapadas bajo la pesada lápida, Luisa lloró, tiene un sentido lascivo por las angosturas de la existencia, por las noches sufría ataques de asfixia, se sentía aplastada entre las sábanas.
Bajamos del coche. Ante nosotros este talud detrítico, por encima el peñasco donde se asienta el castillo, de soslayo, visto de aquí se puede esperar a que caiga, una grieta va hasta la cámara principal del castillo, algunos bloques se han derrumbado.
Subimos la escombrera, otra vez unas cuantas horas, días, Luisa decía que tenía que darme prisa, que era una tortura, le pedí que tuviera paciencia, que teníamos tiempo, no había que precipitarse.
Arriba nos abrazamos de puro agotamiento. Esta puesta de sol había durado muchas semanas, recorrimos la pradera que en el derruido patio del castillo plegaba traidora su fresca hierba bajo nuestros pies, subiendo a la torre, Luisa llevaba zapatos planos, ahora subía rápida, una gata, las escaleras. En un rincón oscuro me atrajo hacia ella, siempre había pensado que era una arpía, me arañó las cadenas haciendo brotar sangre de mis caderas que cayó escaleras abajo, me dolían las venas vacías, pero arriba la tenía en la boca, me besó y me la exhaló, no me defendí, aunque sabía lo que quería de mis fuerzas que se reanimaban.
Esta vez no saldría bien, tenía miedo, todos los meses soplaba un aire parecido en los escritos, los informes de los enviados, ¿una locura? De mal agüero, el final, ¿o ha llegado el momento? Luisa, ¿eras tú?
Magnifica, esta torre de Atienza. Me refiero al campanario de la iglesia, donde ahora, medio muertos, observamos a los cuervos por un vidrio mate, cómo paseaban por el tejado sobre las tejas rotas, ¿no entraba el agua en esta iglesia cuando llovía? Pensé cuánto tiempo llevaba Luisa besándome, ¿más de una hora? Yacía estirada sobre el adarve, yo inclinado sobre ella, por favor, tírame abajo ¿no te quedan fuerzas? ¿Por qué iba a tirarla?
Porque es de una familia arruinada. Su padre es hoy un simple funcionario, en otra época ocupaba un importante puesto de intermediario, ha escrito un diccionario mudéjar, durante treinta años. Un editor morisco lo ha vendido barato a los sarracenos. Ha desaparecido. Su nombre está muerto, sólo su cuerpo sigue que–mando unas dos mil calorías diarias. Luisa es el motivo, es cargante, este viejo y solitario transmisor de palabras pende sólo por ella en el intersticio de los idiomas, lleno de recuerdos de equivalencias correctas, de sentido sin delimitación literal. Sólo los rasgos vigorosos de Luisa unen su agonizante ser.
Por eso me lo pide. Un deber peligroso, sospechoso.
Aún veo su vestido corto en el aire, cómo aletea, su boca abierta, pero no oigo ningún grito, ni siquiera el golpe, cayó entre los peñascos ahuyentando algunos conejos que salieron brincando para luego sentarse tranquilos, casi tan tranquilos como Luisa apoyada contra un peñasco.
No había nadie en los alrededores del castillo. Desde la torre puede verse todo el recinto. Abajo, en la carretera, se detuvieron dos coches con visitantes que salieron de los vehículos y se dirigieron hacia el cementerio. No era probable que subieran hasta aquí, el camino baja y pasa por el pueblo, pero si subieran, yo estaría ya abajo, al otro lado, y cuando llegaran aquí, ya no se vería a la pequeña Luisa que ahora reposa feliz entre las piedras, la sorpresa para mañana. Puede que alguien la descubra hacia el mediodía, sin dar crédito a lo que ve, después bajar, el suceso de un viaje a España, se cuenta la historia en San Francisco o en Toronto, todavía años después, Luisa, sigue sentada tranquila, pero yo tengo que irme.
Cuando bajaba de la torre, seguía viendo su vestido amarillo. Era terriblemente complicado descender por aquellas siniestras escaleras, por el patio del castillo con los sótanos recubiertos y el cantizal por el lado del pueblo. Esa mancha amarilla me impedía la visión. El pueblo está ahí, pero ya no lo veo. Por fin llegué a la callé, subí al coche. Me sangraba la rodilla. ¿Se me ha rasgado el pantalón? ¿Me he caído en el patio? En el asiento de al lado todavía estaba la margarita que Luisa había tenido en la boca.
Luisa, una vez leí algo sobre ti en el periódico. Una tarde bochornosa llevó el embajador un artículo a mi despacho. Me dijo que yo era un experto en castillos, que si conocía este castillo. No mucho, le respondí, creo que estuve allí en una ocasión, el año pasado, tiene una torre seductora, la chica debe haberse caído. ¿O suicidado? ¿Estaba embarazada? Aquí, en este país católico, solía haber explicaciones muy sencillas para este tipo de desgracias. El embajador salió satisfecho. No entiende nada de España. Se fía de los expertos en el terreno. En otoño será relevado. Salvo él, nadie más me ha hablado de Luisa.
Me olvido. Lo penoso de Turégano era que el castellano esperaba abajo con esa mirada punzante. Pasé por su lado, solo. ¿Había oído los gritos de Rocío cuando la arrastré hasta la abertura para llevarla hasta los brazos del secretario de estado? Este ser sonriente de Sevilla, ¿cuánto necesitaban los dos para descubrir cómo pasar mejor el tiempo en este sucio agujero?
Ella solía comer bien, ir a los mejores bailes, alternaba con los mejores abogados y políticos, recibía en su casa a ministros, jesuitas, siempre y cuando salieran en los periódicos, un típico síndrome de celebridades. La siguió hasta Turégano, donde había algunos argentinos en la entrada. Ella creyó reconocer a un asesor del dentista Héctor Campora. Dije que me parecían caricaturas de españoles, no soportaba siquiera su acento.
Puede que se diera cuenta de que también me desagradaba su acento andaluz. El castellano articuló indiferente, temí que me escupiera cuando contaba los rumores de Eboli, de las intrigas de la corte y todo lo demás que pertenece a este castillo por el proceso contra el secretario de estado traidor, lo que ahora le procuraba el pan. Rocío, ¿cómo te sientes con Pérez, el renegado que quería otra España? Lleva muchos siglos esperando a una mujer emancipada como tú. ¿Se da cuenta de que Puede ver que tienes un cuerpo blanco como la leche? Este maldito castellano de la puerta, ¿qué se ha creído? Le dije que ella vendría enseguida, que tenía una vejiga nerviosa. Como Jean-Jacques Rousseau, le susurré al oído para que esperara algo más.
¿Ha visto mi coche negro, ha leído la matrícula? Abajo, en el pueblo, bebí otro vaso de vino, entrenamiento autógeno contra el miedo, puede que eso me delatara. Es posible que me vieran al menos cien personas.
En la autopista regreso a Madrid a toda velocidad. La cola se cierra, y luego el tráfico detiene media hora, tenía la sensación de que la policía me buscaba cuando pasó por el carril de emergencia adelantando a los coches parados, no les costaría encontrarme, mi coche era demasiado alto, me pre–guntarían dónde había dejado a Rocío. La llaman con urgencia en el aeropuerto de Barajas, su avión a Río sale en quince minutos, un avión de la UNESCO.
Me escapé por una carretera pequeña que atravesaba el Pardo, puede que unos treinta kilómetros, era noche cerrada, por los paisajes idílicos del Manzanares, agua y peñascos en el crepúsculo de la noche clara, por fin llegué a Colmenar Viejo, donde un campanario dio las tres, cuando llegué, apenas podía sujetar el volante.
¿Y Rocío? ¿Se arrastraba hasta el muro? ¿Intentaba con sus miembros rotos subir por los sillares para escaparse del lascivo secretario que la miraba con ojos enrojecidios y con las pupilas completamente dilatadas por la reclusión, o ya no sabía nada más? ¿Estaba en sus brazos? ¿Celebraba la gran fiesta de la otra España que Felipe II destrona y firma la paz con Francia y con Inglaterra? Su piel era aún más pálida que la leche del desayuno, flotan en ella algunos mechones de pelo rubio, no me atrevo a pensar en ello, y Pérez ni siquiera la ve. ¿Ha visto alguna vez una mujer? Rocío, estás en compañía de famosos, este hombre conoce cada pergamino de la cancillería del Escorial. Sabe valorar los emblemas de tu Abolengo, tus perlas y tu pitillera de concha. Dale un cigarrillo, su ardiente respiración lo encenderá. Tras muros de tres metros de grosor se encuentra el altar mayor, le preocupa poco lo que sucede en esta mazmorra, pero concede la absolución si ella la necesita. En el segundo piso, el arzobispo tenía sus aposentos donde recibía a los enviados de Madrid y de Toledo. También él se ha ido, nadie pregunta por vosotros.
No me encuentro bien, no llego a casa, esta excursión ha sido demasiado larga, me desplomo, conduzco fuera de la carretera, hacia el río, de mi coche solo puede verse el techo negro, una vista asombrosa, me venderán mañana en los mercados como un pescado raro especialmente sabroso, por fin encuentro el camino de vuelta a Madrid. La Plaza de Castilla, Bravo Murillo, las calles laterales con los raíles del tranvía pavimentados hasta mi piso, las casas viejas y pequeñas, un bar todavía abierto, tres de la madrugada, por ahí van los serenos con sus gorras y bastones riendo, nadie me presta atención, es normal que alguien entre en un bar a esta hora, la vida aquí no acaba por la noche, solo cambian los personajes.
Rocío, ¿qué estás haciendo? ¿Duermes ya?
¿Tienes un agujero en la cabeza? También mis almohadas son duras. No me han quedado fuerzas para sacudirlas, quizás el castellano ha bajado hasta ti con la ayuda de una cuerda, se acerca a ti con su cabo de vela, sabe que Pérez se ha ido, hace cuatrocientos años, su España solo está en París. Quizás el castellano calla, los primeros días, ahora lo entiendo: me miraba taladrante. Era consentimiento, tensión, ansiedad, no tengo nada que temer.

Traducción: André Herrmann